jueves, 16 de agosto de 2007

Nieves se fue al cielo.


Si encontraba un balón olvidado por los jugadores en la cancha, lo guardaba.

Si era una prenda de vestir aparecía como la abuela buscando al nieto para reprenderlo por el olvido.

Cualquier día atravesaba el patio de la escuela para colmar los dos tarros que sirven de florero con geranios, novios o azucenas. Y se persinaba luego de ofrendar las flores de su huerto a la Madre Linda.
-¿Ya se va profesor?
-Sí, doña Nieves, me voy a buscar la de maíz- entonces, reía y su frente se arrugaba más de lo habitual.
Por eso aquella noche de finales de julio fuí yo quien en silencio le pregunté mientras contemplaba su sonrisa insinuada en la paz de su silencio:
-Ya se va Doña Nieves?
Claro y debí imaginar su respuesta en el olor de las flores que rodeaban aquella caja oscura donde descansaba su cuerpo ajado por los años y la vida.
-Sí, me voy al cielo-
A ese cielo azul donde algunas tardes se pintaban arreboles bajo los cuales montamos zancos y preparamos las obras que doña Nieves supervisaba como la productora de escena.
Al día siguiente del velorio de la abuela de la vereda cuando llegué a la escuela una niña sin dejar de saltar en las gradas de la entrada me dijo:
-Nieves se fue al cielo- y señaló con el índice derecho una nube gris que recorría el sur de esta región, ese día un poco más triste que de costumbre.

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