viernes, 25 de septiembre de 2009

Me da pena

-Me da pena- ésa fue la expresión de J* cuando le correspondió el turno para leer apartes de la presentación que apoyaba la charla sobre “Manejo seguro de plaguicidas”



Habían leído o intentado leer los niños y niñas desde pre escolar hasta quinto. También lo había hecho A* (la niña que por estos días ha llegado a la escuela para integrarse al Quinto Nivel.


Algunos se equivocaron, otros lo hicieron con bajo volumen, otros más sin mayor interpretación o vocalización, pero leyeron.


J* había participado activa y entusiastamente, formuló preguntas, comentó casos particulares de su familia, realizó comentarios, pero… cuando le llegó el turno de leer, no lo hizo.


Después quedó en una actitud disminuida, recostado al estante de los libros, bajó la cabeza y mostró perder el interés en el tema que se trataba.


Pena es una americanismo que significa timidez, vergüenza. Y es la turbación de ánimo en la que caen algunas personas cuando experimentan temor a hacer el ridículo.


Me inclinaría a considerar que si en la escuela y mejor, desde la familia, no posibilitamos que los niños y niñas adquieran la habilidad para apropiarse de espacios y momentos en medio de conocidos o desconocidos, les estamos restando en su futuro desempeño la seguridad necesaria para enfrentar un contexto.


La habilidad a que me refiero se empieza a despertar y a adquirir con una efectiva comunicación desde la cuna. Hay que permitirle al niño que se exprese, al principio con balbuceos, gutureos, llanto, risas y toda esa gama de significantes con los que va creciendo el ser humano hasta llegar al lenguaje articulado y no articulado.


Cuando ya ha hecho suyo el mágico momento de la comunicación articulada se requiere de volvernos más oídos que bocas, invitarlo a manifestarse, a expresarse, a contarnos lo que siente, a decirnos lo que piensa, a compartirnos lo que sueña.


Y ante equivocaciones, apenas naturales, y necesarias por demás, hacerlo responsable de las mismas, pero orientarlo sobre la manera de corregirlas y superarlas.


Pienso que en este proceso, en algún momento de su vida familiar o escolar J* se enfrentó a una equivocación y no contó con el respaldo para superarla y lo que aflora en los momentos como el reseñado en esta nota, es la incomodidad experimentada en esa situación.


Ahora, tal vez años después, le corresponde a la escuela, en este caso al maestro, ofrecer a J* estrategias y posibilidades cercanas para que entienda que ese incidente sólo formó parte de su desarrollo natural y que está en el pasado y por lo tanto no existe, menos cuando es un factor desencadenante de momentos negativos en su vida académico que bien pudieran ser en el ámbito social.


Sobre eso hemos dialogado en otras oportunidades, pero hoy de manera aplicada le he propuesta una conversación franca al niño procurando hacerle entender que está en sus grandes capacidades la decisión de superar esta actitud.


Compromiso: Asumir las recomendaciones que he podido concebir a partir de este ejercicio de observación motivado en uno de mis estudiantes.

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